Comentario
Hasta la aparición del valdismo y, sobre todo, del catarismo, la Iglesia no había tenido que hacer frente a verdaderas herejías de mesas, por lo que la entrada en escena de éstas pilló por completo desprevenido al bando ortodoxo. El catolicismo carecía, en efecto, no sólo de los medios sino también de la teoría adecuada para llevar a cabo la imprescindible tarea de reconquista ideológica.
Tradicionalmente la Iglesia había apostado por la tolerancia a la hora de neutralizar a los herejes. Las ceremonias litúrgicas de reconciliación, tan antiguas como el cristianismo, se basaban en la idea de que el hereje podía ser convencido por procedimientos dialécticos, o todo lo más persuadido con la amenaza de penas espirituales. La literatura patrística, con alguna excepción, como san Agustín, había definido siempre la fe como un acto libre y voluntario, rechazando la violencia como injusta y contraproducente a la hora de atajar la heterodoxia. La persuasión, por la vía del público debate, unida a la predicación o, en su caso a la amonestación, y condena eclesiásticas eran los únicos instrumentos que la Iglesia tenia en sus manos para hacer frente a la herejía.
Desde el punto de vista práctico es cierto, sin embargo, que la Iglesia, siguiendo una tradición que se remonta al Bajo Imperio, podía solicitar el auxilio de las autoridades civiles para los casos más graves como era el de los herejes impenitentes. La apelación al brazo secular para el que la tortura y la pena máxima eran instrumentos por completo usuales, tenia sin embargo carácter excepcional y desde luego la legislación eclesiástica no contemplaba como propios tales supuestos represivos.
Las prácticas coercitivas civiles, por lo general no reflejadas en la legislación, se veían por otro lado ampliamente rebasadas por la actitud de las masas, caracterizada la mayoría de las veces por una brutal violencia. El conocimiento público de la herejía provocaba de inmediato en las mentalidades colectivas un escándalo que debía ser reparado no sólo por el carácter intrínsecamente pernicioso de la heterodoxia, sino por construir una ofensa al Creador que podía determinar una amenaza celeste aún más grave. Considerada una enfermedad que podía acarrear la muerte del entero cuerpo de la sociedad cristiana, la herejía debía ser destruida sin dilaciones. Cánones, leyes y decisiones judiciales eran únicamente pretextos que permitían a las masas ejercer su particular sentido de la justicia, ejecutando un veredicto, siempre idéntico, dictado de antemano.
Este conjunto de creencias y prácticas penales del mundo laico, terminó informando la nueva doctrina eclesiástica en torno a la herejía. Partiendo de la idea que identificaba la ortodoxia con el fundamento mismo de la estructura social y, por ende, su trasgresión como un ataque directo al género humano, la represión de la herejía pasó a considerarse un "negotium fidei et pacis" (asunto de fe y paz). La necesidad de restablecer la paz, de la que la fe era condición inexcusable, era un deber pastoral prioritario en el que todos los medios, incluida la violencia, estaban justificados. Enfrentada al reto del catarismo, la Iglesia entraría en una verdadera escalada de represión de gravísimas consecuencias para el futuro. La Inquisición será el resultado más destacable de esta escalada represora.